Por Enrique Bachinelo
El calendario de la historia muestra un 12 de
Octubre de 1492 como la fecha del descubrimiento de América por los galeotes
que llegaron de España a conquistarla o destrozarla. Para algunos es día de regocijo,
festejos y desfiles; para los más es el
día en que comienzan las tragedias para toda una raza que fue destruida sin
misericordia por la ambición del español.
Para los que cantan alabanzas a la conquista
de los barbados cuajados de ambiciones y miserias que pisaron el Nuevo Mundo,
ese fatídico día del 12 de Octubre significó un motivo de alegría, entusiasmo y
buenaventura. La felicidad rebosaba
en los semblantes de los marineros que,
durante treinta y tres días tuvieron que atravesar el tenebroso mar hasta
escuchar el resonar grito de ¡Tierra! lanzado por Rodrigo uno de los marinos de
turno en el palo mayor.
Esta verdad a medias ha primado por siglos y
la humanidad ha vivido con la idea de que ese gran descubrimiento demostró la
audacia y valentía de un puñado de miserables recogidos de las galeras de
España conduciendo los tres barcos que
vencieron a la mar y llegaron a las costas del Nuevo Mundo.
¿Qué descubrieron las huestes de Colón? ¿Fue
el oriente conocido en esas épocas? ¿ El Catay y el Cipango? O, arribaron a un mundo que no figuraba en los
mapas de los europeos; aunque si, se sabía por fuentes de marineros avezados que existían tierras
cruzando el mar hacia el occidente.
Colón supo la historia de viejos marinos escandinavos, que intentaron cruzar el mar;
algunos no volvieron jamás. Cristóbal sabía perfectamente esa alternativa y, su
viaje no fue de aventura y de correr el
albur de perderse en la inmensidad de un mar tenebroso que paralizaba
de terror a los marineros más valientes, sino de llegar a las indias orientales
viajando hacia el occidente.
Los hombres y las mujeres arawak, desnudos,
morenos, y perplejos, emergieron de sus poblados hacia las playas de la isla y se adentraron
en las aguas para ver más de cerca el extraño barco.
Cuando Colón y sus huestes desembarcaron
portando espadas y hablando de forma extraña, los nativos arawak corrieron a
darles la bienvenida, a llevarles alimentos, agua y obsequios. Cuando se
acercaron a tierra, los Arawak les dieron la bienvenida nadando hacia los
barcos para recibirles.
Estos nativos vivían en pequeños pueblos
comunales y tenían una agricultura basada en el maíz, las batatas y la yuca.
Sabían hilar y tejer pero no tenían ni
caballos ni animales de labranza.
Después Colón escribía en su diario:
“Nos trajeron loros y bolas de algodón y
lanzas y muchas otras cosas que cambiaron por cuentas y cascabeles de
halcón. No tuvieron ningún inconveniente en darnos todo lo que poseían…
Eran de fuerte constitución, con cuerpos bien hechos y hermosos rasgos… No
llevan armas, ni las conocen.
Al enseñarles sus espadas, las cogieron por
la hoja y se cortaron al no saber lo que era. No tienen hierro. Sus lanzas son
de caña… Serían unos criados magníficos… Con cincuenta hombres subyugaríamos a
todos y con ellos haríamos lo que quisiéramos”.
No tenían hierro, pero llevaban diminutos
ornamentos de oro en las orejas. Ahí se despierta la ambición de los ibéricos.
Estos Arawak de las islas Antillas se parecían mucho a los indígenas del
continente, que eran extraordinarios por su hospitalidad, su entrega a la hora
de compartir. Estos rasgos no estaban
precisamente en las costumbres de la Europa renacentista, dominada como estaba
por la religión de los Papas, el gobierno de los reyes y la obsesión por el
dinero que caracterizaba la civilización occidental y su primer emisario a las
Américas: Cristóbal Colón.
Colón apresó a varios de ellos y les hizo
embarcar, insistiendo en que les guiara hasta el origen del oro. Luego navegó a
la que hoy conocemos como la isla de Cuba y luego a la Hispaniola: La isla que
hoy se compone de Haití y la república Dominicana. Allí, los destellos de oro visibles en los
ríos y la máscara de oro que un jefe local le ofreció a Colón provocaron
visiones delirantes de oro sin fin.
En Hispaniola, Colón construye un fuerte con
madera de la Santa María, que había embarrancado.
Fue la primera base militar europea. La cuestión
que más acuciaba a Colón era: ¿dónde estaba el oro? Había convencido a los
reyes de España para que financiaran su expedición a estas tierras. Esperaba
que al otro lado del Atlántico en las “Indias” y el Asia habría riquezas, oro y
especias.
Apresó a más indígenas y los embarcó en las
dos naves que le quedaban. En algún
lugar de la isla se enzarzó en una lucha con los nativos que se negaron a
suministrarles la cantidad de arcos y flechas que él y sus hombres deseaban. Dos
fueron atravesados con las espadas y murieron desangrados. Fueron las primeras víctimas de las armas
españolas que, después causaron verdaderos genocidios que jamás se podrá saber
cuántas víctimas ha acarreado este proceso del descubrimiento y la conquista de
las Américas.
La verdad y la ficción se confunden en el
informe que presenta Colón a los reyes de España: “Hispaniola es un
milagro. Montañas y colinas, llanuras y
pasturas, son tan fértiles como hermosas… Los puertos naturales son
increíblemente buenos y hay muchos ríos anchos, la mayoría de ellos contienen
oro… Hay muchas especias y nueve grandes minas de oro y otros metales…
Refiriéndose a los nativos de estas tierras
decía: “Desnudos como el día que nacieron, mostraban la misma inocencia que los
animales”. Colón escribió más adelante:
En el nombre de la Santa Trinidad, continuaremos enviando todos los esclavos
que se puedan vender”. Comenzó el negocio de la venta de indios de las
Américas, porque de alguna forma Colón debía rembolsar la inversión que los
reyes de España efectuaron para la conquista de sus nuevas colonias.
En la provincia de Ciao, en Haití, donde él y
sus hombres imaginaban la existencia de enormes yacimientos, ordenaron que
todos los mayores de 14 años recogieran
cierta cantidad de oro cada tres
meses. Cuando se la traían, les daban un
colgante de cobre para que lo llevaran en el cuello. A los indígenas que los
encontraban sin el colgandejo, les cortaban las manos y se desangraban hasta la
muerte.
Los indígenas tenían una tarea imposible. El
único oro que había en la zona era el
polvo acumulado en los riachuelos. Así trataron de organizar un ejército de
resistencia, pero se enfrentaban a españoles que tenían armadura, mosquetes, espadas
y caballos. Cuando los españoles hacían
prisioneros, los ahorcaban o los quemaban en la hoguera. Entre los Arawks empezaron los suicidios en
masa con veneno de yuca. Mataban a los
niños para que no cayeran en manos de los españoles. En dos años la mitad de
los 250.000 indígenas de Haití habían
muerto por asesinato, mutilación o suicidio.
Cuando se hizo patente de que no existía el
oro, a los indígenas se los llevaban como esclavos a las grandes haciendas que
después se conocerían con el nombre de “encomiendas”. Se les hacía trabajar a
un ritmo infernal y morían a millares.
En el año 1515 quizás quedaban cincuenta mil indígenas. En el año 1550, había quinientos. Un informe de 1650 revela que en la isla no
quedaba ni uno solo de las Arawaks
autóctonos, ni de sus descendientes. La principal fuente de información
sobre lo que pasó en las islas desde la llegada de Colón, fue la única de
Bartolomé de las Casas. De sacerdote joven había participado en la conquista de
Cuba. Durante un tiempo fue propietario
de una hacienda donde trabajaba esclavos indígenas, la abandonó y se convirtió
en vehemente crítico de la crueldad española. Las Casas escribió una “Historia
de Indias” en varios volúmenes donde relataba paso a paso la maldad y el
espíritu sangriento de los peninsulares.
“Mientras estuve en Cuba murieron 7.000 niños
en tres meses. Algunas madres llegaron incluso a ahogar a sus bebes de pura
desesperación… De esta forma los hombres morían en las minas, las mujeres en el
trabajo y los niños de falta de leche… y en un breve espacio de tiempo, esta
sierra que era una magnífica, poderosa y fértil… quedó despoblada… mis ojos han
visto estos actos tan extraños a la naturaleza humana, y ahora tiemblo mientras
escribo..”.
Cuando llegó a Hispaniola en 1508, Las Casas
dice: “Vivían 60.000 personas en las islas, incluyendo a los europeos; así que entre 1494 y 1508 habían perecido más
de tres millones de nativos entre la
guerra, la esclavitud y las minas.
¿Quién va a creer esto en
las futuras generaciones?”
Así empezó la historia de la tragedia de
quinientos años de la invasión europea a los pueblos indígenas de las Américas.
Una descripción de conquista, esclavitud y muerte. Por ello, el día de Colón
debería ser de la Reivindicación de la Raza, de meditación para evaluar la
tragedia que asoló al continente. Pero ellos no están conformes con simples
reformas y exigen disponer de su futuro para construir su propia historia.
Los cambios son lentos, casi imperceptibles,
los indios, los verdaderos dueños de América continúan explotados, maltratados y
postrados, en las soledades de los páramos
donde habitan. La historia -un poco tarde- descubre la crueldad y la
insensibilidad de los europeos que desembocó en genocidios y la destrucción de
una raza. ¡No, nunca más la barbarie española ni de ningún país!